Estimados docentes: En nuestros países latinoamericanos, especialmente en México, Argentina, Colombia y Perú, es una costumbre extremadamente común el poner sobrenombres a las personas. Esta conducta social es muy antigua, proviene probablemente de España y, desde hace literalmente siglos se normaliza desde las escuelas. De hecho, uno de los temas ligeros de conversación preferidos entre grupos de adultos es recordar cuáles eran sus apodos de niños y adolescentes. “¿Cómo te decían en el colegio?” es una pregunta que a todos nos han hecho alguna vez. Y es que es difícil pensar en alguien a quien nunca “le hayan dicho” de alguna manera en el recreo. Algo que, por supuesto, no era ni s nombre ni su apellido.

Los apodos -en el Perú se usan los términos “mote” o “chapa”, dentro de lo que es el habla coloquial, de barrio- son, generalmente, percibidos como inofensivos pues no nacen de una intención agresiva, por lo menos no en todos los casos. Psicólogos modernos han concluido que, incluso los de raigambre cariñosa, tienen un efecto nocivo en la autopercepción de las personas que lo reciben. De hecho, muchas décadas antes de la actual, padres y maestros ya sabían que no era la mejor idea del mundo permitir que niños, niñas y adolescentes usaran apodos para referirse entre sí y a los demás. Junto a “comer en la mesa”, “saludar a los mayores”, “no poner los pies sobre la mesa” y otras órdenes, una de las que más hemos escuchado durante nuestra niñez y adolescencia ha sido “¡esa persona tiene un nombre, llámala por su nombre!”. Nunca hicimos caso.

En líneas generales, los apodos son muestra de la creatividad y siempre han sido constancia de la confianza existente entre compañeros de aula. Aun cuando encerraran ofensas -intencionales o no intencionales- nunca han sido del todo criticados. Lo ideal sería que las nuevas generaciones aprendan a desterrar esas prácticas de sus interacciones personales pero, la verdad, estamos lejos de lograr eso. Sobre todo si, en mundillos como la farándula y el fútbol, dos de los más populares entre niños y jóvenes, abundan los apodos. Desde los que surgen a partir de características físicas –“gordo”, “flaco”, “chato”, “pajarón”, “narizón”- y sus miles de derivados -en los que se puede asociar a un ser humano con una cosa o animal, a partir de su contextura física, hasta los que son deformaciones de sus apellidos o nombres de pila, todos los apodos refuerzan la idea de que nuestros nombres no son importantes. Aunque parezca un juego, lleva detrás una carga emocional negativa que puede ser fuente de otro tipo de conductas, menos amables, en el futuro.

Ustedes, ¿qué opinan, colegas?

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EL DATO

  • En el caso de un niño en formación, una autoimagen es su carta de representación, la misma que se encuentra en desarrollo y al recibir un apodo puede provocar un desequilibrio emocional. Como respuesta ante ello, el niño, puede convertirse en alguien que se autorechaza, aísla e incluso agresivo con los que los rodean.
  • Existen casos en los que personas usan sobrenombres con fines afectuosos, sin embargo, quién los recibe será el que decide si le afecta o no. De ello dependerá la autoestima y la necesidad de trabajar en ese aspecto. Así sea un familiar quién emita el apodo, si el niño o niña sienten incomodidad, se debe parar.
  • Las víctimas de acoso generalmente no expresan verbalmente su incomodidad ni denuncian a sus agresores, por lo que los padres y docentes deben prestar atención a los cambios de comportamiento en los niños/as y adolescentes.

Fuente:  Educar Plus.com

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